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Lectio Divina Dominical de la Ascención del Señor Ciclo C

«En su nombre, se predicara el arrepentimiento y el perdón de los pecados»

Hno. Ricardo Grzona, frp
Dra. María Verónica Talamé, frp

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PRIMERA LECTURA: Hechos de los Apóstoles 1, 1-11
SALMO RESPONSORIAL: Salmo 46, 2-3.6-9
SEGUNDA LECTURA: Efesios 1, 17-23 ó Hebreos 9, 24-28; 10 19-23

Invocación al Espíritu Santo:

Ven Espíritu Santo,
Ven a nuestra vida, a nuestros corazones, a nuestras conciencias.
Mueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad
para entender lo que el Padre quiere decirnos a través de su Hijo Jesús, el Cristo.
Que tu Palabra llegue a toda nuestra vida y se haga vida en nosotros.

Amén

TEXTO BÍBLICOLucas 24, 46-53

46 y les dijo:

“Lo que está escrito es que era necesario que el Mesías muriera y resucitara de entre los muertos al tercer día; 47 y que, en su nombre, se predicara el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todas las naciones, comenzando en Jerusalén. 48 Ustedes son testigos de estas cosas. 49 Y ahora yo enviaré la promesa de mi Padre sobre ustedes, pero esperen aquí en Jerusalén, hasta que sean revestidos por el poder que viene de lo alto”.

50 Jesús luego los sacó de la ciudad hasta el pueblo de Betania. Allí levantó las manos y los bendijo. 51 Mientras los bendecía, Jesús se apartó de ellos y fue llevado al cielo. 52 Ellos, después de haberlo adorado, regresaron a Jerusalén llenos de alegría; 53 y estaban todo el tiempo en el patio del Templo, bendiciendo a Dios.

TRADUCCIÓN DELNUEVO EVANGELIZADOR

1.- LECTURA: ¿Qué dice el texto?

Estudio Bíblico.

La solemnidad de la Ascensión de Jesús al cielo es una fiesta muy esperanzadora: nos dice dónde está nuestro destino final, nos recuerda que nuestra meta es el Padre y, junto a Él, Jesús va a prepararnos un lugar “habitación” (Jn 14,2). Pero además, nos asegura para siempre la situación definitiva y final del hombre. Aquél que bajó del cielo -por su Encarnación- y puso su morada divina “entre nosotros” (Jn 1,14), subiendo al cielo -por la Ascensión- introduce a la humanidad para siempre en la divinidad. “En Dios” es el lugar que nos tiene preparados Jesús. Donde está Él, cabeza del cuerpo, estaremos también nosotros, sus miembros. ¡Esta es nuestra esperanza!

Lo grafiquemos con una comparación. Imaginémonos un hombre en medio del mar. Rodeado de agua por todas partes… corriendo peligro de muerte. Agua y olas que le llegan al cuello, pero mientras logre mantener la cabeza fuera, sigue vivo y está a salvo. Así es la importancia de esta fiesta. Desde que sabemos que Jesús ha resucitado y -con la Ascensión- ya participa de la gloria del Padre, por más problemas y situaciones difíciles que nos amenacen por todas partes, ya tenemos la Cabeza afuera. Cristo, nuestra Cabeza está en Dios. Lo único indispensable, entonces, es que nosotros –cada miembro de su Cuerpo- permanezcamos unidos a Él. Con la Resurrección y la Ascensión Jesús ha vencido: ¡Ya estamos definitivamente salvos! ¡Esta es nuestra fe y esta es nuestra esperanza! Porque nos espera un futuro glorioso, la de hoy es una gran fiesta de alabanza.

Según el relato de los Hechos (1,3), habían pasado ya cuarenta días desde la Resurrección y Jesús se les ha ido apareciendo a los suyos varias veces en este lapso de tiempo. Se acercaba la hora de partir definitivamente al Padre, pero antes de hacerlo y, aprovechando el contexto de una comida, Jesús deja a sus Discípulos y seguidores unas últimas palabras (24,44-48), una promesa (24,49) y un gesto litúrgico (24,51). Los últimos instantes son inolvidables. Estamos frente al Testamento del Señor antes de su partida. En el Evangelio de Lucas, con las últimas palabras que el Resucitado dirige a los Apóstoles les da una nueva inteligencia de las Escrituras (24,44-45), los instruye sobre el universalismo de la voluntad salvadora de Dios a partir de su propio testimonio (24,46-48) y les promete el Espíritu Santo (24,49). Este es el contenido de la primera y la segunda parte. Luego, antes de irse, eleva sus manos y los bendice (24,50-51) –tercera parte- a lo que los Discípulos reaccionaron postrándose y alabando a Dios, con gran alegría (24,52-53), argumentos de la cuarta y última parte.

Comencemos por la primera parte (24,46-48) del texto que nos propone la Liturgia de hoy. Lo primero que hace Jesús es recordarles la importancia del kerigma misionero: “el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto”. Estas son las poderosas palabras del primer anuncio salvador, pero con un agregado. Como a los de Emaús (24,26) les vuelve a explicar las escrituras en relación al Mesías -que debía sufrir y resucitar- pero esta vez le agrega una pieza: la necesidad de la predicación. La Pasión y la Resurrección debe desembocar en la predicación apostólica y universal, a partir de Jerusalén. La Escritura anuncia la salvación para todos los pueblos por la Pasión y Resurrección de Cristo y esta es la sustancia y el verdadero objetivo de toda evangelización que “comenzando desde Jerusalén” no debía descansar hasta abarcar “todas las naciones”. La salvación comienza a predicarse en Jerusalén porque “la salvación viene de los judíos” (Jn 4,22b). Sin embargo, en Abraham ya fueron bendecidas todas las naciones: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3); así que empezando por Jerusalén debe llegar hasta el último rincón de “los confines del mundo” (Mt 28,20b) conocido.

Además de los límites, Jesús da el modo. La proclamación debe hacerse “en Su nombre”. Parece querer darles la clave de la eficacia. No ir solos ni con las solas fuerzas humanas. Sino conscientes de que están cumpliendo un encargo suyo y todo debe quedar bajo su acción. El nombre de Jesús es su presencia activa, es el único que tiene poder y fuerza salvadora: “Porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (Hch 4,12). Cuando los apóstoles predican en nombre de Jesús cuentan con la promesa “Yo estaré siempre con ustedes” (Mt 28,20a).

El discurso de Pedro a los judíos, luego de la curación del paralítico “en el nombre de Jesucristo de Nazaret” en la Puerta del Templo, da testimonio -notemos los muchos elementos comunes con el texto de hoy- de su obediencia a este mandato de Jesús que estamos leyendo en este Domingo: Pedro dijo al pueblo: “Israelitas, ¿de qué se asombran? ¿Por qué nos miran así, como si fuera por nuestro poder o por nuestra santidad, que hemos hecho caminar a este hombre? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, glorificó a su servidor Jesús, a quien ustedes entregaron, renegando de él delante de Pilato, cuando este había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Por haber creído en su Nombre, ese mismo Nombre ha devuelto la fuerza al que ustedes ven y conocen. Esta fe que proviene de él, es la que lo ha curado completamente, como ustedes pueden comprobar. Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes obraron por ignorancia, lo mismo que sus jefes. Pero así, Dios cumplió lo que había anunciado por medio de todos los profetas: que su Mesías debía padecer. Por lo tanto, hagan penitencia y conviértanse, para que sus pecados sean perdonados. Así el Señor les concederá el tiempo del consuelo y enviará a Jesús, el Mesías destinado para ustedes. El debe permanecer en el cielo hasta el momento de la restauración universal, que Dios anunció antiguamente por medio de sus santos profetas… Ustedes son los herederos de los profetas y de la Alianza que Dios hizo con sus antepasados, cuando dijo a Abraham: «En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra»” (Hch 3,12-25).

Se anuncia “conversión para el perdón de los pecados”. La conversión (decisión de cambiar de vida) aparece como el presupuesto para el perdón de los pecados. La idea parece rememorar las palabras de Jesús a la mujer adúltera de Jn 8,11: “Vete y en adelante no peques más”. Cristo resucitado, como bien dijo Pedro a los israelitas, es el “autor de la vida” (Hch 3,15) pero también quiere serlo de la conversión y del perdón: “A él, Dios lo exaltó con su poder, haciéndolo Jefe y Salvador, a fin de conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados” (Hch 5,31)… “Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre” (Hch 10,43).

Como un día los envió en una expedición limitada (Lc 9,1-6), ahora los nombra sus “testigos” para siempre y para todos. Sin embargo, la idea de “ser testigo” viene de mucho antes. Ya Isaías, en nombre de Dios, hablaba de la necesidad de ser “testigos” de la única salvación proveniente de Yahvé: “Ustedes son mis testigos y mis servidores -oráculo del Señor-: a ustedes los elegí para que entiendan y crean en mí, y para que comprendan que Yo Soy. Antes de mí no fue formado ningún dios ni habrá otro después de mí. Yo, yo solo soy el Señor, y no hay salvador fuera de mí. Yo anuncié, yo salvé, yo predije, y no un dios extraño entre ustedes. Ustedes son mis testigos -oráculo del Señor- y yo soy Dios” (Is 43,10-12). Idea que el profeta vuelve a repetir más adelante en Is 44,8. Hoy, nosotros hablamos del “testimonio apostólico”. Todo lo que hay que anunciar no es especulación ni sabiduría humana, es lo que vieron y oyeron de Jesús.

Después de la Ascensión viene el “tiempo de la Iglesia” como “tiempo de testimonio y de misión”, imposible sin la fuerza del Espíritu Santo: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí. Y ustedes también darán testimonio, porque están conmigo desde el principio” (Jn 15,26-27). Testimonio y Espíritu Santo parecen ser dos realidades inseparables. Por eso, inmediatamente después de decirles que ellos deben ser testigos de la muerte y la resurrección como del encargo misionero, viene la promesa de la “fuerza de lo alto”: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. He aquí la segunda parte (24,49) del texto, centrada en la promesa del Padre que evidentemente prepara el relato de Hch 2: la venida de Espíritu Santo en Pentecostés.

El “Yo” de Jesús suena como el de quien tiene autoridad y derecho de libre disposición. El que “tiene todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18), apenas haya ido a Dios y haya sido glorificado, enviará el Espíritu que “mi Padre les había prometido” para el tiempo de la salvación: “Yo derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres…También sobre los esclavos y las esclavas derramaré mi Espíritu en aquellos días… Entonces todo el que invoque el nombre del Señor se salvará porque sobre el monte Sión y en Jerusalén se encontrará refugio, como lo ha dicho el Señor…” (Jl 3,1-5). El mismo Espíritu que ungió a Jesús para su acción “llenándolo de poder” (Hch 10,38) es el que ahora vendrá sobre los apóstoles, en cumplimiento de aquella promesa que hacía el Padre desde el Antiguo Testamento (ver además Is 32,15; 44,3; Ez 39,29). El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo.

Para recibirlo, los apóstoles tenían que “permanecer en la ciudad” y, mientras tanto, reflexionar y meditar la Palabra, perseverar unánimes “en la oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y sus hermanos” (Hch 1,14). La “ciudad” es Jerusalén, el centro de la obra de Lucas, el lugar de la Pasión del Señor, de la Resurrección, de la Ascensión y hasta de la venida del Espíritu Santo. Allí, los apóstoles serán “revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. Sólo con la fuerza del Espíritu se puede continuar la obra de Jesús: “Los Apóstoles daban testimonio con mucho poder de la resurrección del Señor Jesús y gozaban de gran estima” (Hch 4,33). También con ese poder realizaban milagros (Hch 3,12; 4,7-10). Así como el ángel le había prometido a María que la Encarnación -y con ella su fecundidad- se produciría porque “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35), así ahora la fecundidad de la Iglesia vuelve a depender del poder del Espíritu Santo “venido de lo alto”. Este “poder” es la fuerza del Espíritu Santo que ungió a Jesús (Lc 3,22 y 4,18) y lo impulsó tanto en su combate con Satán (4,1-2) como en su misión de misericordia (4,14-15).

Luego de esta fabulosa promesa, en la tercera parte (24,50-51) del texto de hoy, se describe propiamente la Ascensión, pero ya en otro escenario: “Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania”. Mientras Marcos sitúa la Ascensión del Señor en el mismo lugar de la comida (Mc 16,14-20), Lucas precisa que la Ascensión fue en la cercanía de Betania que, como especificará en el libro de los Hechos, queda en “el monte de los Olivos… a una distancia entre ambos sitios que es la que está permitida recorrer en el día sábado” (1,12). Desde entonces, la tradición ha situado este hecho, en la colina central del Monte de los Olivos (808 mts.) a unos 15 estadios (Jn 11,18), es decir, a 2.775 mts de Jerusalén (estos datos corresponden a las ruinas de la antigua Betania bíblica, que han ido saliendo a luz en las últimas excavaciones arqueológicas).

El que todavía no había bendecido nunca a sus apóstoles, ahora les da una bendición solemne: “Y elevando sus manos, los bendijo”. El acto de elevar las manos y bendecir muestra a Jesús como Sacerdote realizando un gesto litúrgico. Quizás ante esta escena haya que rememorar las palabras del Eclesiástico: “Entonces, el sacerdote Simón descendía y elevaba las manos sobre toda la asamblea de los israelitas, para dar con sus labios la bendición del Señor y tener el honor de pronunciar su Nombre y el pueblo se postraba para recibir la bendición del Altísimo” (Eclo 50,20-21). Jesús se despide para ir al cielo pero no sin dejar la bendición que se da en Él mismo: en la descendencia de Abraham -Jesucristo- “serán bendecidos todos los pueblos de la tierra” (Hch 3,25). El evangelio de Lucas comienza con un sacerdote -Zacarías- que por dudar no pudo bendecir a su Pueblo (1,22) pero termina con un nuevo y eterno Sacerdote -Cristo- que acaba su obra impartiendo su bendición. Aquella liturgia inacabada, a partir de la Ascensión, verá su pleno cumplimiento.

Antes de separarse de ellos, les imparte toda la fuerza del Crucificado – Resucitado: “Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”. Aunque físicamente se separe, la acción continúa: su bendición queda con ellos y llega hasta nosotros. Lucas deja claro que estamos frente al momento de la despedida de Jesús, los días de las apariciones del Resucitado llegaron a su fin. Todo lo que Él había regalado en la tierra después de su Resurrección apareciéndose, ya no volvería a suceder. La glorificación de Jesús se expresa en el símbolo espacial de “ser llevado al cielo”. Con él se cierra el ciclo de las “apariciones”.

La cuarte parte (24,52-53) empieza describiendo una actitud y una emoción: “Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría”. Lo primero es una actitud, también litúrgica, pero de mucha adoración y respeto. Tal como había sucedido frente a la bendición del sumo sacerdote Simón que la comunidad se postró en adoración, así también ahora los apóstoles se postran ante el Señor que, con sus manos en alto y bendiciéndolos, se aleja.

Luego, la comunidad cumple obedientemente el último encargo del Señor: “volvieron a Jerusalén”. Pero los apóstoles y amigos de Jesús, lejos de quedar tristes por su partida, dice que regresaron “con gran alegría”. Recibiendo la bendición, confiando en la fuerza que vendría de lo alto, viendo la gloria que seguro tendría el Resucitado mientras ascendía e imaginando su entrada triunfal en el cielo, Lucas da testimonio de la alegría que los inundaba. ¡El Maestro ha vencido! Mientras desandan el camino hacia la ciudad, seguro iban diciéndose entre ellos: “Se ha ido, ¡pero volverá!”, “se ha ido, ¡pero se queda también con nosotros!”. Recordarían las palabras meditadas el domingo pasado: “Me voy, pero volveré a ustedes. Si me amaran se alegrarían de que vuelva junto al Padre” (Jn 14,28). Este era el sentir de los apóstoles y discípulos aquel día de la Ascensión. Éste debe ser el sentir de los actuales seguidores de Jesús mientras siguen caminamos por este mundo.

La alegría también une el comienzo con el final del Evangelio. Cuando el Ángel del Señor le anunció al sacerdote Zacarías el nacimiento de Juan Bautista, le dijo: “El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento” (1,14). El nacimiento de Jesús también fue acompañado de un mensaje gozoso: el Ángel dijo a los pastores: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (2,10). El Evangelio es una noticia feliz desde el principio hasta el fin.

Además, Lucas también quiere finalizar su Evangelio en el mismo escenario donde lo había empezado. El Templo, como lugar de culto (1,9) era asimismo “casa de oración” y así lo expresa en su último versículo. Dice que los discípulos “permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”. Notemos que los discípulos en vez de volver a sus casas vuelven al Templo. En el evangelio de Lucas el tema del Templo es un tema transversal: comienza con aquella escena en el Templo (la oración de Zacarías y del pueblo: 1,8-10) y termina en ese mismo Templo con esta oración de alabanza y llena de alegría de los discípulos (24,52-53). El Templo fue por vario tiempo lugar de oración y de reunión de la comunidad. Los discípulos como Jesús adolescente tenían que estar “en la Casa del Padre” ocupándose de los “asuntos del Padre” (2,49).

Allí resuena la alabanza a Dios que, hasta la segunda venida del Señor, deberá ser ininterrumpida. Aquella alabanza que comenzaron los pastores ante la Encarnación de Jesús: “Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido” (Lc 2,20), ahora la retoma la comunidad de testigos del Resucitado que vuelve al Padre y se une a la “multitud del ejército celestial que alaba a Dios diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por Él»” (2,13-14). También la alabanza es un tema transversal en este evangelio de Lucas. Desde el comienzo, con el canto de la Madre del Salvador (1,46-55) y luego de dos hombres mayores: primero Zacarías (1,64 y 68-79 con el Benedictus) y luego Simeón (2,28-32) hasta la reacción de la gente después de las grandes acciones de misericordia y de poder por parte de Jesús, siempre resonó un coro de alabanza que glorificaba a Dios (ver Lc 5,26; 7,16; 13,13; 17,15; 18,43). El desafío para cada uno de nosotros queda planteado.

Reconstruimos el texto:

  1. Jesús, ¿Qué dijo de lo que está escrito?
  2. ¿De que son testigos los Apóstoles?
  3. ¿Qué les enviará?
  4. ¿Qué les ordeno?
  5. Después, ¿A dónde los condujo y que hizo?
  6. ¿Qué pasaba mientras los bendecía?
  7. ¿Qué hicieron mientras los bendecía?, ¿A dónde se volvieron?
  8. ¿Dónde pasaban el tiempo?

2.- MEDITACIÓN: ¿Qué me o nos dice Dios en el texto?

Hagámonos unas preguntas para profundizar más en esta Palabra de Salvación:

  1. En Su nombre debía predicarse”. ¿En nombre de quién hago lo que hago cada día?
  2. A todas las naciones”. ¿Tengo un corazón capaz de acoger a todos o, más bien, tiendo a discriminar según mis simpatías o puntos de vista?
  3. Los discípulos se postraron delante de Jesús”. ¿Qué te sugiere este gesto? ¿Lo sueles hacer aunque sea espiritualmente?
  4. El último gesto de Jesús fue “levantar las manos y bendecir”. ¿Suelo bendecir, por ejemplo, con una sonrisa, una mirada comprensiva, una palabra amable y de paz, incluso sobre quienes no lo hacen para conmigo? ¿Cómo puedo ser bendición de Dios para otros?
  5. Volvieron a Jerusalén con alegría”. ¿Cuál es tu respuesta al momento de tener que hacer el querer de Dios?
  6. Permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”. También fuera del Templo, Dios, espera nuestra alabanza. ¿Alabas a Dios con tus decisiones y actos diarios?

3.- ORACIÓN: ¿Qué le digo o decimos a Dios?

Orar, es responderle al Señor que nos habla primero. Estamos queriendo escuchar su Palabra Salvadora. Esta Palabra es muy distinta a lo que el mundo nos ofrece y es el momento de decirle algo al Señor. 

Nuestro Señor vive ahora en la gloria del Padre, pero sabemos que está atento a nuestras necesidades. Podemos pedirle algo, pero hoy sobre todo cabría alabar a Dios por todo lo que Él es e hizo por nosotros, por nuestra familia, por nuestra comunidad, por nuestra Patria…

A cada intención respondemos: “Gracias Señor por tanta bendición

Amén

Hacemos un momento de silencio y reflexión para responder al Señor. Hoy damos gracias por su resurrección y porque nos llena de alegría.  Añadimos nuestras intenciones de oración.

4.- CONTEMPLACIÓN: ¿Como interiorizo o interiorizamos la Palabra de Dios?

Para el momento de la contemplación podemos repetir varias veces este versículo  del  Evangelio para que vaya entrando a nuestra vida, a nuestro corazón.

«En su nombre, se predicara el arrepentimiento y el perdón de los pecados»
(Versículo 47)

Ante la acción de Dios, la reacción más adecuada es la alabanza festiva y llena de gratitud. Disfrutemos de ella con un canto de alabanza: “Bendito sea Dios” del grupo católico Jésed – Primer Sagrario.

Y así, vamos pidiéndole al Señor ser testigos de la resurrección para que otros crean.

5.- ACCION: ¿A qué me o nos comprometemos con Dios?

Debe haber un cambio notable en mi vida. Si no cambio, entonces, pues no soy un verdadero cristiano.

Si estoy solo o en grupo, Después de mirar el Power Point adjunto, de rodillas (como los pájaros), arma tu propio Magnificat alabando y dando gracias a Dios por todo las bendiciones recibidas de sus manos.

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